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sábado, 29 de julio de 2017

Navarro, no te vayas al teatro


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Un mal día, más pronto que tarde, recogerá los bártulos de su taquilla y se marchará de puntillas. No se irá al teatro, a donde tantos le han mandado estos años. Emigrará a su casa para siempre. Por el camino habrá hecho millonario a un porrón de protésicos de cadera, habrá dejado una legión de canosos entrenadores con los cables pelaos, una cohorte de incondicionales extasiados, un tropel de hinchas rivales que hubieran dado su abono de temporada por tenerlo en sus filas para los playoffs y un arsenal de jugadas inolvidables. 

Juan Carlos Navarro es un carasucia, que diría el eterno Eduardo Galeano, un jugador de dibujos animados como le adjetivaría Valdano, un hacedor de sueños imposibles, un “mentiroso” impenitente (lo que su enjuto cuerpo apunta, lo desmiente su inmenso talento). Una fuente de inspiración para los niños, un embriagador chute de adrenalina para los mayores. 

¿De quién coño es el once/o el siete? se habrá oído gritar cientos de veces a un histérico entrenador contrario. ¿Pero dónde vas? habrá comenzado a murmurar otras tantas el desobedecido técnico propio para culminar con el consabido “bien tirado” entre las sonrisas cómplices de los compañeros del banquillo. Sí, porque Navarro siempre estuvo fuera de carta, en las recomendaciones de los más reputados chefs que le dieron licencia para tirar, para jugar a su libre albedrío, sin argollas. Los que recelaron de su esfuerzo diario, se plegaron ante sus desmesuradas prestaciones los días de partido. Siempre anidó en él un juego aparentemente sencillo, hasta infantil, salido de una inspiración inagotable: su talento aparecía como el hipo, de repente, natural, incontenible. Lo fácil para Juanqui era de play station para el resto. Atropelló cánones clásicos con jugadas al borde del precipicio. Desmontó las más sudorosas estrategias defensivas. Nunca dio un paso atrás, ni siquiera a un lado, su estilo saludable, irreverente e innegociable le llevó a lo más alto desde donde nunca bajó. En su físico liviano, casi desarmado, aúna la cintura de un maestro de esgrima, el arranque de un velocista y el tino de un orfebre. Se ha servido de los trucos del tahúr en las timbas para reinar sobre los escenarios de la estatura y el músculo. De motorcito ligero, sus críticos le tachan de sobreactuante y de huir del andamiaje. Podría sacarlos la lengua, pero no lo ha hecho. Su ajuar de movimientos es un virus para el scouting en la era del 2.0.

En un lustro la RAE mantendrá una reunión de urgencia para redefinir el término talento y añadirán un sinónimo: Navarro. 

Esta es la historia de un crack absoluto. Lo siento, pero si alguna vez, por no portar sus colores, le ha pitado, es que no le gusta el baloncesto. Si además el silbido es azulgrana, el emisor es muy poco culé o tiene la memoria de una rana. Por Dios, con artistas de este calado uno ha de volverse daltónico y huir de fobias y militancias. 

Navarro es indiscutible for ever.