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sábado, 2 de mayo de 2020

Adiós al bicho




A Pedro no le gustaba su pueblo, aunque todo el mundo dijese que era precioso.

Era tan pequeño que no había colegio y todos los días tenía que recorrer unos kilómetros para asistir a clase. Disfrutaba del paseo, pero las mañanas de lluvia su padre le acercaba en coche. Apenas había niños con los que jugar y muchas horas las pasaba sólo, entre chapas, canicas y pelotas. Radiaba sus partidos y carreras a la vez que desgastaba rodilleras. Lo que sí abundaban eran las cuestas. Es más, todo era una subida que parecía no acabar nunca. Jamás se plantearon colocar una portería de fútbol o una canasta. No había un llano en el que ponerlas. Todo miraba hacia arriba.
Los fines de semanas se llenaba de turistas que abarrotaban las estrechas veredas, alababan los techos de pizarra y admiraban la oscura iglesia. Pedro lo entendía menos todavía cuando su abuelo ensalzaba las bondades de las piedras, calles y monumentos. Era Patrimonio de la Humanidad, remataba el viejo, sin que su nieto alcanzara a comprender el alcance de la frase. A él, le parecía un soberano rollo.






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