Nadie del gran
público había oído hablar de él cuando le convocaron de urgencia con los
profesionales. “A las 11 en punto preséntate sin falta en la puerta de
jugadores”, le había comunicado su entrenador en el junior.
Recién llegado
le habían acomodado temporalmente en una pensión de confianza junto a un
argentino que se pasaba el día canturreando rap. No pegó ojo. No esperaba la
noticia. Le había costado un mundo salir del pueblo y todavía estaba cogiéndole
el aire a la ciudad. “Sólo te falta la boina y las gallinas”, le vacilaba el
que a la postre se convertiría en su mejor compañero y en su lazarillo en la
urbe.
Retraído,
tímido, era en la cancha donde más a gusto se mostraba. En el instituto pasaba
desapercibido (y disfrutaba en el anonimato). Un poco más alto de lo normal,
bastante más silencioso de lo corriente, sus notas no sobresalían de la media.
Sólo un puñado de colegas conocía que ese verano había llegado de fuera para
jugar al baloncesto en el club local.