Hace bien poco, su nombre tituló secciones de deportes y su rostro cerró
telediarios. Esta vez no se trataba de un campeonato, de colgarse otra medalla.
No. Desde la normalidad, sin estridencias, “sólo” anunciaba que se hacía a un
lado, abandonaba su vinculación con el deporte. Dejaba de ser director
deportivo de Unicaja Málaga para dedicarse al cuidado de sus hijos. Lo
explicaba sin darse importancia, pensando en plural (nada diferente a lo que en
su trayectoria nos acostumbró): “Somos una familia. Mi mujer lleva 20 años
sacrificándose, dedicada a mi y a mis hijos. Ya la toca. Es hora de que ella se
desarrolle profesionalmente y aproveche su oportunidad”.
No lo dice un cualquiera. Detrás asoma un campeón mundial, un subcampeón
olímpico y europeo. No es poca cosa, pero él no le concede significación
especial al hecho, lo ve de manera natural. Siempre huyó de protagonismos y
orilló egos en su carrera y en su vida diaria. Su apariencia confirma el
talante de buen chico y niega el del tenaz competidor que se convirtió, sin
buscarlo, en el capitán de la mejor selección española que vieron los tiempos.
“No era de hablar mucho. No le hacía falta. Pero cuando tomaba la palabra, todo
el mundo lo escuchaba” (Pepu Hernández).
Hoy toca historia grande, incluso a su pesar. La del Gran Capitán (como
Gonzalo Fernández de Córdoba), la de un tipo extraordinario de apellidos
comunes: Carlos Jiménez Sánchez.