Marta y Fran se conocieron el primer día de instituto.
Ella, fiel a su costumbre, había llegado pronto. No quería llamar la atención. En el pasillo repasó las listas y comprobó que por apellido, García García, qué original, iba a pertenecer a 1º A. Un rótulo sobre la última puerta al final del pasillo indicaba el acceso al aula. No conocía a nadie. Todo era nuevo para ella. Había cursado toda la EGB en el colegio de monjas, San Ramón y San Antonio, anejo al Colegio Alemán, que se encontraba muy cercano a su casa. Como con su hermana mayor, sus padres decidieron que con catorce años sería bueno que hiciese el bachillerato en un centro público de prestigio, el Ramiro de Maeztu. La grata experiencia con la primera de sus hijas les había animado, pese a la oposición de la pequeña que no quería abandonar ni su cole ni por supuesto a sus amigas.
Un saludo breve dio paso a una conversación intrascendente con dos de sus nuevas compañeras que indagaron sobre su procedencia y averiguaron que el verano lo había pasado con su familia en la casa de Calpe.
Cuando la tutora, la profesora de Historia del Arte, iba a entrar en el aula observó que un chico moreno con el pelo al uno, espigado y fibroso que llegaba sin aliento con el tiempo justo le cedía cortésmente el paso, para luego tomar asiento dos pupitres delante del suyo. Enseguida se dio cuenta de que el chaval tenía tirón. Chocó las palmas con los de alrededor, recibió un par de collejas cariñosas y le tantearon con preguntas, ¿qué pasa Frankie? ¿qué tal las vacaciones? ¿has crecido, no?
Hasta el primer descanso Francisco Aguilar no reparó en la chica pelirroja que desde sus grandes ojos color chocolate derretido le observaba tímida. Cuando a media mañana el timbre anunció la hora del recreo se acercó a ella decidido:
- Hola soy Fran ¿y tú?
- Yo Marta y soy nueva.
- Pues bienvenida. Ya verás cómo te va a gustar el instituto.
Javier Alegre, un chico argentino de aire despistado que durante las primeras horas se había sentado a la derecha de Fran interrumpió la conversación:
- Vamos tío, que luego nos quitan la cancha.
- Perdona Marta, pero me tengo que marchar. Luego te veo. – se disculpó Fran.
Cuando ya se iban, Fran se giró y señaló a su amigo:
- Éste maleducado es Ale y es un boludo bastante majo- casi gritó Fran, que al poco recibió un pescozón.
- Pues encantada – respondió sonriente mientras los veía alejarse.
La misma rutina se repetía durante años. La pachanga del recreo era sagrada y había que llegar pronto para coger campo. A veces, si los partidos eran de nivel, se paralizaba el patio y la gente dejaba de jugar para ver a los buenos que, a pesar de que lo tenían prohibido por sus entrenadores, jugaban en Mini, en canastas pequeñas. Algunos de ellos todavía recuerdan hoy, ya profesionales, aquellos como los mejores partidos de su vida.