sábado, 27 de julio de 2013

Celtics-Stevens ¿un cuento con final feliz?


¿Qué tienen en común la elitista Boston y la Indiana rural? Su profundo amor por el baloncesto, su adoración por el mejor jugador blanco que jamás haya pisado una cancha y ahora el advenimiento al estado de Massachusetts del joven técnico Brad Stevens para hacerse cargo de los míticos Celtics. Hasta llegar a detenernos en este último y reciente hecho, daremos un pequeño repaso a la singular y victoriosa historia de los verdes.

Ubicada al nordeste de Estados Unidos, Boston es la capital del estado de Massachusetts, el icónico hogar de los Kennedy y la ciudad más poblada de Nueva Inglaterra, la región con mayor nivel de vida del país. Histórica (con batallas como La masacre de Boston o El Motín del té durante la Guerra de Independencia frente al Reino Unido), aburguesada, coqueta (el distrito Histórico del Sur constituye el más bello ejemplo de la época victoriana), católica (marcada por la inmigración irlandesa e italiana), fina (su “acento” es el más prestigioso y parodiado de la nación), marítima (el puerto es uno de los principales de la costa este), culta (sus más de 100 universidades y colegios la conceden el apelativo de “la Atenas de América” y sus Escuelas Públicas desarrollan el mejor sistema escolar del país), sanitaria (con el impresionante área médica y académica de Longwood), alberga a cuatros de los equipos más reconocibles del panorama deportivo norteamericano -los Red Sox (beisbol), los Bruins (hockey), los Patriots (football) y los Celtics (basket)-, y por sus calles corren todos los años miles de de atletas en su prestigiosa y este año tristemente conocida maratón.

La historia de los Celtics da para un libro y ese ya lo han escrito de manera magistral mi admirado Antonio Rodríguez y el todo terreno Juan Francisco Escudero, así que sólo me detendré en sus momentos más relevantes hasta aterrizar en el presente con la sorprendente contratación de su flamante e imberbe entrenador. 

El mítico Boston Garden constituyó el escenario de las más grandes hazañas célticas desde 1946 a 1995 (curiosamente los Celtics perdieron el primer y el último partido que disputaron en la legendaria pista). Edificado en la parte alta de la North Station, su acústica, la cercanía a cancha de los espectadores levantados de sus asientos de madera y la cutrez de los vestuarios le dieron un halo de viejo pabellón, de gimnasio antiguo dentro de un mundo profesional, con su sala de prensa llena de fotografías, sus estandartes colgados del techo y su genuino e irregular parquet traído de un bosque de Tennessee y esas tablas “falsas” (como las de Magariños) “hay que conocerlo para saber dónde irá el balón; parece que un fantasma juega con él a su antojo”, nos ilustra Bob Cousy. Ninguna otra cancha ha gozado de semejante misticismo. La figura de Leprechaun, ese duende que caricaturizó Zang Auerbach (el hermano de Red), con la pipa, el sombrero, el bastón y, por supuesto, la pelota, preside el círculo central del Garden y representa, junto al trébol verde irlandés tan propio del día de San Patricio, el logo de la franquicia. 

Walter Brown, un empresario que a la vez fue presidente de los Bruins de hockey sobre hielo, creó los Boston Celtics. Fue uno de los principales impulsores de la génesis de la Basketball Association of América (que luego devendría en la NBA), dos años exactos después del Desembarco de Normandía. Recogería también la idea la lanzada por Haskell Cohen (relaciones públicas de la NBA) para asumir la organización del primer Partido de las Estrellas. La camiseta con el nº1 verde siempre le estará reservada. 

Johnny Most fue la voz, el cronista vehemente durante 37 años (hasta 1990) desde su cabina de radio. Vertió ácidas críticas sobre sus rivales y relató las excelencias de sus más laureadas estrellas y de sus más reconocidos y reconocibles actores de reparto. Se deleitó con la inteligencia y el extraordinario tiro exterior de Bill Sharman (un auténtico profesional que empezó realizando footing y sesiones de tiro por su cuenta y que luego triunfaría como entrenador en los Lakers); alabó la facilidad para el juego de Ed Macauley (el primer interior céltico); elogió al considerado primer sexto hombre de la historia, Frank Ramsey; magnificó la bravura del excéntrico Gene Conley, que durante años dio descanso a Bill Russell, y que fue campeón en dos deportes profesionales, en basket con los Celtics y en beisbol con los Braves; glorificó la carrera del inconmensurable Tom Heinsohn, que en el séptimo partido del primer título se fue hasta los 37 puntos y 23 rebotes; ensalzó la impagable labor defensiva de K.C.Jones; vitoreó los tiros a tabla del ingente anotador que era Sam Jones; aplaudió el trabajo grupal y callado de Tom “Satch” Sanders; exaltó la actitud y el juego total del magnífico John “Hondo” Havlicek, que siempre aportaba (“it´s over, Johny Havlicek stole the ball”, vociferaba como poseso en la final de la conferencia oriental del 65); jaleó el juego de pies, la riqueza de movimientos y la incorporación como “tráiler” del bohemio Dave Cowens; o enloqueció con la aportación estelar de Jo Jo White (33 puntos y 9 asistencias) en la victoria clave tras tres prórrogas en el quinto partido de la finales del 76 ante los Suns.

lunes, 1 de julio de 2013

Historias de Nueva York


Había terminado de releer el “Viaje al centro de la Tierra” de Julio Verne y me quedaban unos días libres en el curro. Necesitaba airearme, evadirme de mi realidad diaria. ¿Dónde voy sólo a estas alturas del año? Era febrero y en Madrid hacía un frío del demonio. Descarté una playa. No me gusta la sensación de volver moreno, cuando el resto anda como terrones de azúcar. Desentona. Y de pronto, se me ocurrió ¿y si me voy al epicentro del mundo? Me dio cierto reparo porque todos mis conocidos volvían enamorados de Nueva York y pensaba que entre tanta alabanza me podía defraudar. Entonces recordé cuando fui a ver 6 meses después de su estreno “El silencio de los corderos”, mascullando “no será para tanto…”. Me encantó, una obra maestra. Así que tomé un avión y salté el charco. Comprobé que con mi inglés de Gomaespuma salía del paso, que era imposible llamar la atención y que había estado en muchos de los lugares que luego visité… en las películas. 

Los primeros días me di la gran paliza. Impresionado por la aldea global, por la urbe cosmopolita, merodeé por el distrito financiero, me defraudó la estrechez de la famosa Wall Street, permanecí un rato sobrecogido en la Zona Cero, divisé alguno de sus más de mil quinientos rascacielos desde el Empire State, enloquecí en el Barrio Chino, patiné debajo del Rockefeller Center con música de Julio Iglesias de fondo, asistí al musical de Cats en Broadway, visioné las últimas noticias en los impactantes rótulos de Times Square, me perdí en alguno de los maravillosos museos de la City, compré ropa para un batallón, quedé seducido por el encanto del barrio de Greenwich con sus universidades y sus coloristas tiendas, estiré las piernas en Central Park, tomé un ferry hacia la Estatua de la Libertad y escuché la historia de la entrada de los emigrantes al Nuevo Mundo en la isla de Ellis. De vuelta a Manhattam paseé junto al río Hudson y me detuve en el edificio de las Naciones Unidas. Cogí el metro que nunca duerme y crucé el famoso puente para adentrarme en Brooklyn, del que retorné al hotel fascinado y exhausto. Me había gastado el dinerito en buenos restaurantes y tomado una copita en ciertos locales de moda. Me quedaban dos días y había estado en casi todos los puntos emblemáticos. Esta es la mía, me dije. Así que entre la neblina que surgía de una alcantarilla atisbé un taxi amarillo y lo paré. Un conductor dominicano me debió calar rápido, pues en perfecto spanglish me preguntó: ¿Dónde le llevo compadre? A cualquier rincón que respire baloncesto, le respondí. ¿Le gusta el basquetbol? Se giró sorprendido Walter, que así se llamaba el taxista. Pues prepárese que hay unos cuántos, chilló el moreno en medio del tráfico. De momento, vamos a la calle 33 esquina con la octava avenida. El Madison Square Garden, la Meca y el hogar de los Knicks.