lunes, 25 de marzo de 2019

Luis Scola, El último mohicano





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Luis Scola es el triunfo de la simplicidad, el talento y el esfuerzo.
“Me vale cualquier canasta que pase por la red. Los puntos que más me gustan conseguir son los menos complicados”. Dicho así en Gigantes hace muchos años es verdad, pero a medias. Cierto que Luis nunca fue un asiduo de los high lights y siempre rehuyó los alardes pirotécnicos. Si le pones un coche a dos metros de canasta lo arrancaría para conducirlo, jamás pensaría saltarlo y destrozar el aro con un mate. Las volcadas nunca fueron lo suyo, aunque los dos últimos partidos de los célebres Juegos Olímpicos de Atenas se clausuraron con dos capones de la criatura. Pero al hijo de Don Mario siempre se le cayeron los puntos de las manos, Su insultante facilidad para ver cesta venía amparada en un despliegue exuberante de recursos técnicos (su maravilloso juego de pies, su manita para atinar tiros frontales o embocar lanzamientos a tabla o su olfato para el rebote).
Al cóctel habría que añadir una capacidad de trabajo desmedida (el protagonista compraría esa como su mejor virtud), “jamás la vi en nadie” – recalca Sergio “Oveja” Hernández- y una ambición inagotable para completar un jugador legendario.
Conozcamos al pibe que nos mostró que hay vida más allá de los mates y los triples. Luis siempre sobrevivió y se gobernó desde el talento y su eterna mirada a los fundamentos, la concentración puntillosa del maquetista por los detalles, el instinto y el espíritu inasequible al desaliento. Nada sofisticado en su juego, sin un gramo de trivialidad, nunca disparaba de fogueo. Si Manu Ginobili fue el mejor jugador que ha parido Argentina; no lo duden, Luis Scola es el máximo representante de la casaca albiceleste. Cierto día cuando apenas el chaval se afeitaba, el maestro Leon Najnudel ya le aventuró su futuro a Julio Lamas: “Será el mejor cuatro de la historia del baloncesto argentino y jugará en la NBA”. Así que abramos la puerta a su grandiosa historia.




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