Era tan pequeño que no había colegio y todos los días tenía que recorrer
unos kilómetros para asistir a clase. Disfrutaba del paseo, pero las mañanas de
lluvia su padre le acercaba en coche. Apenas había niños con los que jugar y
muchas horas las pasaba sólo, entre chapas, canicas y pelotas. Radiaba sus
partidos y carreras a la vez que desgastaba rodilleras. Lo que sí abundaban
eran las cuestas. Es más, todo era una subida que parecía no acabar nunca. Jamás
se plantearon colocar una portería de fútbol o una canasta. No había un llano
en el que ponerlas. Todo miraba hacia arriba.
Los fines de semanas se llenaba de turistas que abarrotaban las estrechas
veredas, alababan los techos de pizarra y admiraban la oscura iglesia. Pedro lo
entendía menos todavía cuando su abuelo ensalzaba las bondades de las piedras,
calles y monumentos. Era Patrimonio de la Humanidad, remataba el viejo, sin que
su nieto alcanzara a comprender el alcance de la frase. A él, le parecía un
soberano rollo.
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