lunes, 20 de septiembre de 2021

Olajuwon, el bailarín más alto del mundo

 



Cuentan y no acaban que durante un tiempo sacó a bailar a los tíos más altos del planeta. Cuentan que se embutía en un chaqué rojo, en el que aparecía rotulada la palabra “Rockets”. Se colocaba coqueto su pajarita, se calzaba sus zapatillas “Etonic” de blanco charol, pedía una pieza musical y se deslizaba con gracia por su escenario particular, la pintura. Sus fintas y acompasados pies volvían loco a la pareja de cada noche, que no podía seguirle el ritmo. Nadie se movió con su finura por la línea de fondo. Era un ladrón de guante blanco en el banco más concurrido y protegido del hemisferio norte, la zona, la particular Reserva Federal, el hábitat que salvaguardaban los guardianes más fieros del orbe.

Con todos pudo, a todos engañó sibilinamente. Les enseñó sus trucos, pero ninguno consiguió desenmascararlo. Te la liaba con un lanzamiento abierto, te destapaba con el bote y barruntaba la estrategia mortal al recibir de espaldas. Amagaba un reverso, metía otro para esbozar un tiro que no realizaba. Nada por aquí, nada por acá. Para cuando el defensor quería darse cuenta, el escapista había salido por el otro lado esparciendo el veneno definitivo. Su oponente tragaba cianuro en lo que recogía el balón que caía suavemente de las redes. El rival no encontraba el cómo, pero aquel africano entre fiero y delicado, se la había jugado de nuevo. En él, baile y magia iban de la mano, de sus pies. Ogro y príncipe. Fino esgrimista, no rehuía el combate, el cuerpo a cuerpo. Al tacto podía tener la aspereza del almendruco o convertirse en un suave visón. Además, fue un oportunista, pues nadie sacó más rédito en el periodo de entreguerras del exilio jordanesco que Hakeem. En el Paleolítico, en la época de los grandes dinosaurios, David Robinson y Pat Ewing, excepcionales jugadores, quedaron a varios cuerpos del nigeriano que se engarzó dos anillos. Hoy repasamos la historia de uno de los grandes.

 


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