Nunca he entendido a los árbitros.
Me explicaré. Quiero decir, no sé lo que alguien tiene que
tener en la cabeza para meterse en ese mundillo. El mejor es el que pasa
desapercibido, al regular lo insultan y al malo incluso lo llegan a agredir.
Son el parapeto, la excusa fácil de entrenadores y jugadores y el desahogo de
los aficionados. Por una vez que te felicitan, te increpan diez. Dividen a los
hinchas; unos se decantan por faltar a la madre del trencilla, otros se
acuerdan del padre. En muchos casos, las descalificaciones se originan incluso
antes del comienzo del partido. Tienen un efecto devastador entre algunos; es
verlos aparecer y ponerse malos. Me contaron que en la inauguración de cierto
estadio de fútbol navarro un espectador, bajo los efluvios del alcohol, cuando
el colegiado dio el pitido inicial gritó a todo pulmón: ¡Pero qué hostias
pitas!
Sin ánimo de parecer pretencioso creo que es un problema de
educación y cultura deportiva. Sin árbitro que medie no hay partido. Se trata
de un deportista más, a su manera un tanto masoca, pero primordial e
indiscutible. Y los hay muy buenos (el nivel del colectivo en España está entre
los mejores de Europa), regulares y malos, como en cualquier otro deporte o
ámbito de la vida. Y los mejores pitan a los más dotados, a la ACB, y los más
flojos pitan a los jugadores y equipos de menor nivel en competiciones
federadas, escolares y municipales. Cometen errores porque por ahora son
humanos. Y así hay que entenderlo y hacérselo comprender a chicos y padres.
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