Él no lo recordará, pero yo evoco el momento nítido. Un buen día de finales de los 70 apareció por casa mi primo Pablito. Venía de Nueva York, a dónde había marchado con su amigo Pipe para buscarse la vida. Siempre espléndido y de verbo fácil, mientras nos contaba las bondades y desventuras de la gran ciudad, inició la ceremonia de reparto de regalos. Mi obsequio le pudo parecer nimio, no sé la cara que puse, pero me abrió un nuevo mundo. Enterado de mis primeros encestes en el colegio (Claret, claro), me trajo una revista de baloncesto norteamericana. La portada me cautivó: dos jugadores noveles, uno blanco y otro negro, posaban sonrientes. Mi primo, avezado consumidor de deporte, se explicaba “Dice la prensa que estos dos tíos van a cambiar la historia del baloncesto. A uno le auguran el reinado con los más grandes, los Celtics. El otro juega de base con 2,06 metros de estatura, le llaman Magic por las cosas que hace con el balón y comparte equipo en los Lakers con el gran Kareem Abdul Jabbar”. Con 10 años nunca había oído hablar del trío de marras, ni tampoco de un chico jamaicano con tremendo porvenir como center sobre el que también se detenía la publicación, Pat Ewing. Creí que exageraba: un base con la altura de un pivot…, un blanco que dominaría un mundo copado por los negros…, pero no se equivocó.
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