Cuentan y no
acaban que durante un tiempo sacó a bailar a los tíos más altos del planeta.
Cuentan que se embutía en un chaqué rojo, en el que aparecía rotulada la
palabra “Rockets”. Se colocaba coqueto su pajarita, se calzaba sus zapatillas
“Etonic” de blanco charol, pedía una pieza musical y se deslizaba con gracia
por su escenario particular, la pintura. Sus fintas y acompasados pies volvían
loco a la pareja de cada noche, que no podía seguirle el ritmo. Nadie se movió
con su finura por la línea de fondo. Era un ladrón de guante blanco en el banco
más concurrido y protegido del hemisferio norte, la zona, la particular Reserva
Federal, el hábitat que salvaguardaban los guardianes más fieros del orbe.
Con todos pudo,
a todos engañó sibilinamente. Les enseñó sus trucos, pero ninguno consiguió
desenmascararlo. Te la liaba con un lanzamiento abierto, te destapaba con el
bote y barruntaba la estrategia mortal al recibir de espaldas. Amagaba un
reverso, metía otro para esbozar un tiro que no realizaba. Nada por aquí, nada
por acá. Para cuando el defensor quería darse cuenta, el escapista había salido
por el otro lado esparciendo el veneno definitivo. Su oponente tragaba cianuro
en lo que recogía el balón que caía suavemente de las redes. El rival no
encontraba el cómo, pero aquel africano entre fiero y delicado, se la había
jugado de nuevo. En él, baile y magia iban de la mano, de sus pies. Ogro y
príncipe. Fino esgrimista, no rehuía el combate, el cuerpo a cuerpo. Al tacto
podía tener la aspereza del almendruco o convertirse en un suave visón. Además,
fue un oportunista, pues nadie sacó más rédito en el periodo de entreguerras
del exilio jordanesco que Hakeem. En el Paleolítico, en la época de los grandes
dinosaurios, David Robinson y Pat Ewing, excepcionales jugadores, quedaron a
varios cuerpos del nigeriano que se engarzó dos anillos. Hoy repasamos la
historia de uno de los grandes.