martes, 21 de agosto de 2012

Il monumento nazionale




Cuando lea esto algún amigo mío me dirá que estoy tonto o que se me ha ido la chaveta, pero echo de menos a la selección italiana en las últimas competiciones internacionales de baloncesto.  Su orgullo y calidad la reconozco en una Argentina ya mayor, pero siempre competitiva. Los apellidos de su quinteto titular, Prigioni, Scola, Ginóbili, Delfino y Nocioni, sugieren su ascendencia transalpina y su modo de comportarse en cancha hace que el albiceleste de sus camisetas se tiña cada vez más azzurri.

La vieja y bella Italia no pisa un podio desde los Juegos Olímpicos de Atenas de 2004, tras caer en la final ante la mejor Argentina de la historia, que en semifinales se deshizo del combinado NBA norteamericano. Desde entonces o ha faltado como en los Juegos de Pekín o Londres o no ha pasado del noveno puesto. Lamentable para un país con su tradición y con tres jugadores en la mejor liga del mundo, Gallinari, Belinelli y Bargnani (flamante nº1 del draft). Sería largo y tedioso analizar las causas del fracaso: Lega poco competitiva, desplome económico de sus ciudades y equipos representativos (Bolonia, Varese, Caserta, Milán), falta de carácter o compromiso de sus mejores jugadores, evaporación de los jugadores de clase media (antes Premier, Sacchetti, Villalta, Magnifico, Pittis, Costa, Vecchiato, Gilardi, Binelli etc…) que tanta intensidad aportaban, ausencia de bases que lleven con mano firme al bloque (añoro a Marzorati y recuerdo a Brunamonti y al certero Gentile), de pistoleros del calibre de Antonello Riva (qué duelos con Epi) o Carlton Myers, o de hombres altos de la versatilidad de Fucka o del carácter ganador de Meneghin.

Ahí me detengo y profundizo, en el gran Dino. Su historia es la más longeva del baloncesto mundial, con permiso de Darryl Middleton que a sus 46 años es pretendido por el Alicante. Llegó un momento en que el baloncesto pareció embalsamarlo. Corrió la leyenda de que los dos dinosaurios del deporte italiano, el portero de la Juve, Dino Zoff, y el baloncestista Dino Meneghin, había hecho un pacto con el diablo (en el caso de nuestro personaje tenedlo por seguro) para alargar su vida deportiva. Pasaban los años y éste seguía compitiendo en una especie de transmutación biológica, de chaval se manifestaba como un veterano y de viejo parecía un chaval. Compartió cancha con tres generaciones. Cumplió 28 temporadas en la élite, tantas que llegó a jugar contra su hijo.






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