..
Llevaba tiempo queriéndole hincar el diente a la Penya. El
bressol (la cuna) del básquet siempre me había seducido y sentía la extraña
sensación del que tiene una deuda sin pagar. Me cautivaron sus uniformes, ese
verde con la raya en medio siempre daba bien. Su juego alegre, desenvuelto,
innegociable me llamaba la atención y su inagotable cantera nunca dejó de
producir talentos, jugadores creativos (Villacampa, Montero, Raúl López),
listos (Ricky Rubio), finos estilistas (José María Margall), cerebrales (Rafa
Jofresa), físicos (su hermano Tomás), totales (Rudy, Mumbrú) o legendarios
(Alfonso Martínez, Enrique Margall, Buscató) a los que entrenadores de la talla
de Broto, Kucharski, Serra, Manel Comas, Aíto, Nolis, Julbe, Pedro Martínez,
Lolo Sainz, Obradovic o Salva Maldonado un día les pusieron a jugar y allí se
quedaron.
Lo “fácil” hubiera sido rascar en el contexto del vigésimo
aniversario de la primera y única Copa de Europa que el Joventut guarda en sus
vitrinas, pero como el tema estaría muy trillado me impuse un reto más
complicado. Hacía meses, desde mi relato “Los Balcanes y el Negro”, que no
escribía sobre mi admirada Yugoslavia, así que decidí repasar someramente la
historia del Joventut y vertebrar un relato que uniera los dos mundos, el plavi
y el verdinegro, que tuviera como colofón a un genio inaprensible e indescifrable,
Moka Slavnic, que un día aterrizó para ganar la Liga.