Luis Scola es el triunfo de la simplicidad, el talento y el esfuerzo.
“Me vale cualquier canasta que pase por la red. Los puntos que más me
gustan conseguir son los menos complicados”. Dicho así en Gigantes hace muchos
años es verdad, pero a medias. Cierto que Luis nunca fue un asiduo de los high
lights y siempre rehuyó los alardes pirotécnicos. Si le pones un coche a dos
metros de canasta lo arrancaría para conducirlo, jamás pensaría saltarlo y
destrozar el aro con un mate. Las volcadas nunca fueron lo suyo, aunque los dos
últimos partidos de los célebres Juegos Olímpicos de Atenas se clausuraron con
dos capones de la criatura. Pero al hijo de Don Mario siempre se le cayeron los
puntos de las manos, Su insultante facilidad para ver cesta venía amparada en
un despliegue exuberante de recursos técnicos (su maravilloso juego de pies, su
manita para atinar tiros frontales o embocar lanzamientos a tabla o su olfato
para el rebote).
Al cóctel habría que añadir una capacidad de trabajo desmedida (el
protagonista compraría esa como su mejor virtud), “jamás la vi en nadie” –
recalca Sergio “Oveja” Hernández- y una ambición inagotable para completar un
jugador legendario.
Conozcamos al pibe que nos mostró que hay vida más allá de los mates y
los triples. Luis siempre sobrevivió y se gobernó desde el talento y su eterna
mirada a los fundamentos, la concentración puntillosa del maquetista por los
detalles, el instinto y el espíritu inasequible al desaliento. Nada sofisticado
en su juego, sin un gramo de trivialidad, nunca disparaba de fogueo. Si Manu
Ginobili fue el mejor jugador que ha parido Argentina; no lo duden, Luis Scola
es el máximo representante de la casaca albiceleste. Cierto día cuando apenas el
chaval se afeitaba, el maestro Leon Najnudel ya le aventuró su futuro a Julio
Lamas: “Será el mejor cuatro de la historia del baloncesto argentino y jugará
en la NBA”. Así que abramos la puerta a su grandiosa historia.