Iba para extremo izquierda del Hadjuk Split a las órdenes de Sergio Kresic, apuntaba a grande del tenis de mesa (derrotó al futuro campeón Zoran Primorac), hasta que le echó el ojo Igor Karkovic (entrenador de los cadetes de la Jugoplastika). Alto, altísimo. Delgado, delgadísimo. De chaval sus amigos le apodaban Olive (como a la novia de Popeye). Un junco que parecía vencerse al menor contacto con el viento. Pero tenía dos virtudes que le hicieron único: era muy inteligente y extremadamente coordinado.
Era Toni Kukoc y nadie con su altura ha dejado tal muestrario de tesoros desde el puesto de alero en Europa. Era Toni Kukoc, el jugador de baloncesto con mejor curriculum vitae de la historia del Viejo Continente.
Si Petrovic recogió el testigo de Kikanovic, Kukoc lo retomó de Delibasic. Dos formas opuestas de entender, jugar y celebrar el baloncesto para llegar a un mismo fin: la victoria. La tiranía individual anotadora, el espíritu endemoniado frente a un concepto más plural, participativo y democrático, a la belleza absoluta, a la gracia angelical.
“A veces detenía el entreno, sólo para pensar en lo que Toni había hecho” (Boza Malkjovic). Es Toni Kukoc, una obra de arte, una expresión renacentista en mitad de una pista de baloncesto con un credo que le hizo universal: “Una canasta hace feliz a uno, una asistencia a dos”.