Eran un equipo de provincias. Lo sabían y lo tenían a gala. Ahí radicaba su fuerza, en su patio, en su reducida cancha cubierta (que más parecía una cochera que un campo de baloncesto) y en su afición. Eran un secreto familiar, generacional, transmitido de padres a hijos, de tíos a sobrinos, de abuelos a nietos, entre amigos, entre primos, entre vecinos. Ahí residía la poción mágica de la “pequeña Galia del basket español”.
Como la vida misma
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