sábado, 11 de noviembre de 2017

Bill Russell, el eterno ganador




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Que Bill Russell es el mayor ganador de la historia del baloncesto no es rebatible. Sus ratios de eficiencia (11 títulos sobre 13 campeonatos), así lo atestiguan. Un depredador al que le falta un dedo para engarzar todos sus anillos. 

Que transformó la concepción del juego no admite discusión. Desde su llegada la defensa cobró una importancia capital, equiparando los dos lados de la cancha. “No se trata de taponar todos los tiros, sino de hacer creer al rival que puedes tapar cada lanzamiento”, rezaba su credo. “Teníamos que procurar mantener el balón fuera de su alcance; era como alejar la comida a un león hambriento”, testimonia JackTwyman, gran anotador en los Royals y posterior comentarista en la NBC. Hegemónico, el poder coercitivo de sus gorras y rebotes tiranizaron la liga profesional norteamericana durante una década. Auerbach le rodeó de compañeros que le hicieron mejor y él les multiplicó exponencialmente sus virtudes para establecer una dinastía histórica. “Tenemos 20 mil espectadores, 10 jugadores, 3 árbitros, 2 canastas y 1 balón. Y lo que ocurra con ese balón es lo único que me importa”, declaraba el dominante pivot. 

No es verdad. Bill era serio, incluso agrio. Desapegado con la prensa, no firmaba autógrafos y hasta parecía desubicado en la elitista Boston, pero era de ley, comprometido, frontal y en una época de plena combustión social muy fastidiosa para los de su raza, se convirtió en un firme defensor de la igualdad y los derechos civiles. 

“Esta es la historia de un negro y de un profesional del baloncesto”, así prologaba su biografía. Les invito a profundizar en un mito, muy a su pesar, de la historia del deporte, Bill Russell. 

sábado, 29 de julio de 2017

Navarro, no te vayas al teatro


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Un mal día, más pronto que tarde, recogerá los bártulos de su taquilla y se marchará de puntillas. No se irá al teatro, a donde tantos le han mandado estos años. Emigrará a su casa para siempre. Por el camino habrá hecho millonario a un porrón de protésicos de cadera, habrá dejado una legión de canosos entrenadores con los cables pelaos, una cohorte de incondicionales extasiados, un tropel de hinchas rivales que hubieran dado su abono de temporada por tenerlo en sus filas para los playoffs y un arsenal de jugadas inolvidables. 

Juan Carlos Navarro es un carasucia, que diría el eterno Eduardo Galeano, un jugador de dibujos animados como le adjetivaría Valdano, un hacedor de sueños imposibles, un “mentiroso” impenitente (lo que su enjuto cuerpo apunta, lo desmiente su inmenso talento). Una fuente de inspiración para los niños, un embriagador chute de adrenalina para los mayores. 

¿De quién coño es el once/o el siete? se habrá oído gritar cientos de veces a un histérico entrenador contrario. ¿Pero dónde vas? habrá comenzado a murmurar otras tantas el desobedecido técnico propio para culminar con el consabido “bien tirado” entre las sonrisas cómplices de los compañeros del banquillo. Sí, porque Navarro siempre estuvo fuera de carta, en las recomendaciones de los más reputados chefs que le dieron licencia para tirar, para jugar a su libre albedrío, sin argollas. Los que recelaron de su esfuerzo diario, se plegaron ante sus desmesuradas prestaciones los días de partido. Siempre anidó en él un juego aparentemente sencillo, hasta infantil, salido de una inspiración inagotable: su talento aparecía como el hipo, de repente, natural, incontenible. Lo fácil para Juanqui era de play station para el resto. Atropelló cánones clásicos con jugadas al borde del precipicio. Desmontó las más sudorosas estrategias defensivas. Nunca dio un paso atrás, ni siquiera a un lado, su estilo saludable, irreverente e innegociable le llevó a lo más alto desde donde nunca bajó. En su físico liviano, casi desarmado, aúna la cintura de un maestro de esgrima, el arranque de un velocista y el tino de un orfebre. Se ha servido de los trucos del tahúr en las timbas para reinar sobre los escenarios de la estatura y el músculo. De motorcito ligero, sus críticos le tachan de sobreactuante y de huir del andamiaje. Podría sacarlos la lengua, pero no lo ha hecho. Su ajuar de movimientos es un virus para el scouting en la era del 2.0.

En un lustro la RAE mantendrá una reunión de urgencia para redefinir el término talento y añadirán un sinónimo: Navarro. 

Esta es la historia de un crack absoluto. Lo siento, pero si alguna vez, por no portar sus colores, le ha pitado, es que no le gusta el baloncesto. Si además el silbido es azulgrana, el emisor es muy poco culé o tiene la memoria de una rana. Por Dios, con artistas de este calado uno ha de volverse daltónico y huir de fobias y militancias. 

Navarro es indiscutible for ever.

sábado, 1 de abril de 2017

Las lecciones del profesor John Wooden

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¿Qué se puede pensar de un técnico que la media hora inicial del primer entreno de la temporada la dedicaba a mostrar a sus muchachos cómo colocarse los calcetines y atarse adecuadamente las zapatillas? Que era un educador. Correcto. 

¿Qué diríamos si su puntilloso método no estuviera reñido con los resultados al atrapar 10 campeonatos universitarios? Que contenía un ganador. Correcto.

¿Qué afirmaríamos al conocer que durante 53 años estuvo gustosamente atado a una sola mujer a la que miraba como si se hubiese enamorado esa mañana? Que era un romántico. Correcto. 

¿Qué pensaríamos si después de retirado paseó su “Pirámide de Éxito” estudiada en las principales escuelas de negocios del mundo? Que era un filósofo, un adelantado a su tiempo. Correcto.

¿Qué valor adquiriría alguien elegido miembro del Hall of Fame en 1961 como jugador y en el 73 como entrenador (logro sólo compartido con los míticos Lenny Wilkens, Bill Sharman y Tom Heinsohn)? El de leyenda. Correcto.

Esto y mucho más fue John Wooden, probablemente el coach más reconocido (junto a Red Auerbach y Phil Jackson) de la historia del baloncesto. Su legado trascendió a cualquier deporte y a unas cuantas generaciones. Hacedor de equipos inolvidables, sus records escapan a épocas. 

Pasen que les voy a tomar la lección. 

sábado, 14 de enero de 2017

Camarada Biriukov, el hombre que vino del frío



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José Alexandrovich Biriukov Aguirregabiria. Así de rotundo y de redondo. Suena a ruso muy ruso, y a vasco muy vasco. Igual hubiera tenido acomodo en un refinado personaje de un clásico de Tolstói que en un papelito en la celebrada película de Martínez Lázaro (aunque Karra Elejalde le hubiera echado a faltar cuatro de los ocho apellidos exigidos), pero no. Chechu Biriukov fue jugador de baloncesto, y de los muy buenos. 

Hijo de una “niña de Rusia”, se crió en el estricto régimen comunista soviético, enraizó en el Real de Corbalán, Martín y Lolo en la “movida” Madrid de los 80, compartió habitación con el “genio de Sibenik”, vivió un sueño céltico en el Open McDonald´s, lloró la muerte de un amigo (Fernando Martín), digirió descorazonado el fugaz paso de George Karl, se le indigestó el “Angolazo”, dio la bienvenida a un ser superior (Arvidas Sabonis) y de postre el título europeo con el maestro Obradovic. ¿Tiene o no tiene una historia el chico de Doña Clara? Pues a contarla.