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sábado, 29 de octubre de 2016

Saras Jasikevicius, fuego báltico




Ganó 9 Ligas en 5 países diferentes, 4 Copas de Europa en 3 clubs distintos (caso único), un oro continental y un bronce olímpico con su selección, dos años en la NBA… y el dato definitivo: se casó con Miss Universo. Con algunos, a Dios se le fue la mano con el barro… ¿A quién no le gustaría reencarnarse en Sarunas Jasikevicus?

En Europa es un mito, una figura; en USA un simple mortal, un figurante. Aquí le veneramos con sus defectos, allí se los echaron en cara, le estigmatizaron y redujeron al papel de un mero tirador, como tantos otros. Pesadilla de aficionados y defensas rivales. Azote para los árbitros. Estandarte allá donde paró. Nunca dejaba frío. Fuego báltico en un país helador. Si Lituania siempre tuvo un rey (Arvidas Sabonis, el mayor talento que ha parido la Vieja Europa), dos príncipes le flanquearon Sarunas Marciulionis (que triunfó de pleno en la NBA) y Sarunas Jasikevicius (que acotó su dominio al Continente). En éste nos pararemos. 

lunes, 1 de julio de 2013

Historias de Nueva York


Había terminado de releer el “Viaje al centro de la Tierra” de Julio Verne y me quedaban unos días libres en el curro. Necesitaba airearme, evadirme de mi realidad diaria. ¿Dónde voy sólo a estas alturas del año? Era febrero y en Madrid hacía un frío del demonio. Descarté una playa. No me gusta la sensación de volver moreno, cuando el resto anda como terrones de azúcar. Desentona. Y de pronto, se me ocurrió ¿y si me voy al epicentro del mundo? Me dio cierto reparo porque todos mis conocidos volvían enamorados de Nueva York y pensaba que entre tanta alabanza me podía defraudar. Entonces recordé cuando fui a ver 6 meses después de su estreno “El silencio de los corderos”, mascullando “no será para tanto…”. Me encantó, una obra maestra. Así que tomé un avión y salté el charco. Comprobé que con mi inglés de Gomaespuma salía del paso, que era imposible llamar la atención y que había estado en muchos de los lugares que luego visité… en las películas. 

Los primeros días me di la gran paliza. Impresionado por la aldea global, por la urbe cosmopolita, merodeé por el distrito financiero, me defraudó la estrechez de la famosa Wall Street, permanecí un rato sobrecogido en la Zona Cero, divisé alguno de sus más de mil quinientos rascacielos desde el Empire State, enloquecí en el Barrio Chino, patiné debajo del Rockefeller Center con música de Julio Iglesias de fondo, asistí al musical de Cats en Broadway, visioné las últimas noticias en los impactantes rótulos de Times Square, me perdí en alguno de los maravillosos museos de la City, compré ropa para un batallón, quedé seducido por el encanto del barrio de Greenwich con sus universidades y sus coloristas tiendas, estiré las piernas en Central Park, tomé un ferry hacia la Estatua de la Libertad y escuché la historia de la entrada de los emigrantes al Nuevo Mundo en la isla de Ellis. De vuelta a Manhattam paseé junto al río Hudson y me detuve en el edificio de las Naciones Unidas. Cogí el metro que nunca duerme y crucé el famoso puente para adentrarme en Brooklyn, del que retorné al hotel fascinado y exhausto. Me había gastado el dinerito en buenos restaurantes y tomado una copita en ciertos locales de moda. Me quedaban dos días y había estado en casi todos los puntos emblemáticos. Esta es la mía, me dije. Así que entre la neblina que surgía de una alcantarilla atisbé un taxi amarillo y lo paré. Un conductor dominicano me debió calar rápido, pues en perfecto spanglish me preguntó: ¿Dónde le llevo compadre? A cualquier rincón que respire baloncesto, le respondí. ¿Le gusta el basquetbol? Se giró sorprendido Walter, que así se llamaba el taxista. Pues prepárese que hay unos cuántos, chilló el moreno en medio del tráfico. De momento, vamos a la calle 33 esquina con la octava avenida. El Madison Square Garden, la Meca y el hogar de los Knicks.